Gracias a Jorge Gustavo Portella
por los versos que tomo prestados.
por los versos que tomo prestados.
Ya lo he dicho otras veces: cuando llegué a México, entre las cosas que más me impresionaron, casi al mismo nivel que los colores de la laguna de Bacalar, los volcanes imponentes y el sobrecogimiento telúrico en el Zócalo capitalino, estaban los horarios de las oficinas gubernamentales. “Esta gente vive para trabajar”, decía incrédula, acostumbrada al ocio de Cuba, sin poder explicarme qué razón de Estado, trascendental e impostergable, podría mantener a alguien en el trabajo hasta las nueve de la noche o más.
Cuando me incorporé a mi actual encargo laboral, algunos amigos cercanos se lamentaron ante la inminencia de un horario aterrador. “No te hagas eso”, me dijo una; “un creador no puede sobrevivir a un régimen así”, afirmó convencido otro. Sin embargo, a la mayoría de mis allegados les parece que no aguanto nada. Si tengo un trabajo bueno, cercano a la literatura, medianamente bien pagado, cerca de mi casa, media hora en metro sin necesidad de trasbordar… Por qué me quejo tanto, me regañan, si todo el que se dedica a la literatura o a la promoción artística en el mundo tiene que hacerlo en sus tiempos libres. Y a todos, artistas o no, especialmente a las mujeres, les toca ocuparse de las labores del hogar y su abastecimiento. Y en otros países, ni pensar en alguien que te ayude con ciertas tareas domésticas, porque es impagable o no es costumbre.
Que quién me creo…. Que cuándo he visto que alguien pueda vivir de lo que escribe… ¡Ni que fuera García Márquez! Que acabe de entender, ilusa acuariana siempre pensando en los marañones de la estancia, que escribir es un hobby y no un oficio. Que soy una chillona. Que no valoro lo que tengo. Que debo dar gracias por este trabajo, que mira cómo está la situación laboral… Y gracias por no tener que lavar platos, o limpiar casas, o cuidar viejos o enfermos. O sea, que soy una afortunada.
Pero por qué suponer que todos tenemos necesidades estándares. Por qué suponer que debo agradecer por esto, en vez de por tiempo de calidad y condiciones apropiadas para escribir una novela, concebir un libro de poesía, pensar en las hipótesis y las tesis para una investigación, por ejemplo sobre la situación de los creadores artísticos que, para subsistir con cierta “decencia”, deben de cumplir horarios de oficina y actividades insensiblemente administrativas que le ocupan, cuando menos, la mitad del día.
Porque fríamente pareciera que usted trabaja las ocho horas reglamentarias, por las que pugnó el movimiento obrero durante siglos, causa a la que entregaron su vida tantos luchadores sociales: de 10 a 3 y de 5 a 8. Ocho horas. Pero en esta ciudad, esas dos horas de comida no alcanzan para trasladarse hasta la casa ni el salario es suficiente para ir diariamente en restaurantes. El trabajador opta, entonces, por llevar sus tuppercitos y comer en la oficina, con lo cual permanece encerrado en esas cuatro paredes por 12 horas. Generalmente en un ambiente macabro y aterrador. Teniendo en cuenta que el día tiene 24 horas y usted debe dormir alrededor de ocho, le quedan para vivir sólo cuatro. Y cuatro horas es el tiempo que la mayoría de la población de esta ciudad necesita para trasladarse… ¿Esto es vida?
Si usted no me conoce lo suficiente, tal vez podría parecerle que soy una huevona —manganzona, diría mi abuela Cristina— que va cantando por la vida aquel merengue clásico:
A mí me llaman el negrito del batey
porque el trabajo para mí es un enemigo;
el trabajar yo se lo dejo todo al buey
porque el trabajo lo hizo Dios como castigo.
Pero no: cuando Carmen Varela, la periodista de Notimex, me preguntó hace unos días en qué me entretenía cuando salgo de la oficina, qué me gustaba hacer, no supe responderle. Porque con más trabajo me despejo de los rigores del trabajo. La triple jornada cae sobre mí como espada de Damocles: oficina, hogar, literatura.
“¿Esto es vida?”, me pregunto a veces cuando el ritmo me agota y la rutina me enloquece. La respuesta mayoritaria parece decir que sí. Acostumbrados o resignados, los otros levantan sus hombros en señal de indiferencia. Así vive todo el mundo, igual nos pasa a todos, ¿de qué coño me quejo? Y yo, como siempre, rebelde. Que aunque sea mal de muchos, no quiero consuelo de tontos.
¿Para qué?, me cuestiono. ¿Acaso me preparo para algo trascendental que requiere sacrificio?, ¿acaso vamos a hacernos ricos?, ¿acaso podremos jubilarnos en unos cuantos años y disfrutar todavía con salud y juventud de lo que hayamos ganado?, ¿acaso nos alcanza, cuando menos, para salir de vacaciones por más de cuatro días una vez al año? Todas las respuestas son una: no. Trabajamos como bestias, en regímenes de oprobio —como me dijo Minerva— sólo para sobrevivir el día a día. ¡No podemos resignarnos a creer que eso es normal! ¡No podemos, proletarios del mundo! ¡Uníos al menos en la lamentación! Que sepan que no estamos encantados y gloriosos. Que no se hagan los de la vista gorda como si nada pasara. Y no lo hagamos tampoco nosotros.
Rita acaba de contarme que su psicóloga le dijo que hundirse en una profunda depre es lo más normal del mundo cuando se regresa de unas vacaciones, mucho más si el asueto fue en la playa o similares lugares de fábula. Que es la lógica consecuencia de disfrutar un par de días de lo que soñamos que es la vida y regresar de un jalón a la vida real, la de todos los días. ¿Eso les parece lo más normal del mundo?, ¿es así que debemos vivir y consolarnos?
Una de esas mañanas en las que, como dice mi colega venezolano Jorge Gustavo Portella, afrontaba el desasosiego de “...no querer vestirme para ir a la calle/ a ser uno más que decidió arrojar sus alegrías/ para tintarse de cotidiano gris mecanicista”, me quedé oyendo al yogui Maldonado y pensando cómo, tal vez por su estereotipo de papito sabroso en programa dedicado a señoras lelas, no prestamos oídos a esas obviedades que dice, tan ciertas. Esa mañana afirmaba que el tiempo que pasamos haciendo cosas y tomando decisiones en contra de nosotros mismos por tratar de agradar a los demás o buscar su aprobación, es tiempo perdido para siempre, no recuperable.
Yo no quiero darme cuenta un mal día, ya demasiado tarde, de que he desperdiciado el tiempo de mi vida. Y siento que lo estoy desperdiciando. ¿Qué podemos hacer en estos casos, teacher Maldonado?