K., la respuesta a tu mensaje del jueves
Pues sí: resulta que a estas alturas viene el historiador de La Habana, en su papel de cura sentencioso, a decirnos que se oye muy feo que le llamemos negros a los negros y maricones a los maricones, y que los que vivimos fuera también somos sus hermanos. Y Alfredo Guevara, presidente del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica (ICAIC), a enterarnos de la situación precaria de la educación en la isla:
"…¿pueden la escuela primaria y secundaria y el pre [universitario], tal cual han llegado a ser, regenteadas por criterios y prácticas descabellados e ignorantes de principios pedagógicos, psicológicos elementales, y violadora de derechos familiares, ser formadora de niños y adolescentes, y por tanto fundar futuro? […] Jamás podrá construirse [la patria soñada] con solidez a partir de dogmas, empecinamiento, desconocimiento de la realidad real o ignorando los mensajes alertadores de la experiencia y de los ciudadanos".
Celebro, porque siempre es saludable desperezarse y recomponerse, el debate y las reflexiones que ha propiciado el reciente Congreso de la UNEAC. Pero me llama mucho la atención que tanta supuesta libertad de expresión tenga lugar precisamente ahora que el anciano yace en su lecho de muerte —si no es que six feet under—, sin conciencia ni fuerzas para mandarlos, castigados, a recoger café a las montañas de Oriente, a construir un pedraplén o a que se los coman las sabandijas en las selvas africanas. Ahora es muy fácil hablar y hablar. Si son tan guapos —o sea, valientes— y están tan conscientes de lo que ahora enarbolan… ¿cómo no lo hicieron antes?, me pregunto.
Quién se atrevía a hacerlo, dirán, y tienen razón mas sólo en parte. Todavía recuerdo vivamente otro congreso de artistas a mediados de los ochenta —el primero de la Asociación Hermanos Saíz— donde Arturo Cuenca le dijo a Fidel unas cuantas verdades, de ésas que a aquél nunca le gustó oír y menos aceptar. En ese mismo instante se acabó de facto el proceso de rectificación de errores y tendencias negativas y las patrullas se hicieron presencia constante a la salida de los conciertos de trovadores o las exposiciones de artistas plásticos, proliferaron los censores, las detenciones, los chantajes, las patadas. Casi todos los jóvenes creadores que estuvimos en el Palacio de las Convenciones aquella tarde vivimos hoy fuera de Cuba.
También recuerdo por aquel entonces a un grupo de estudiantes de las carreras de ciencias de la Universidad de La Habana encabezados por un muchacho apodado Peteco. Nunca supe su nombre ni los conocí, pero como reguero de pólvora corrió por la capital la noticia de que hacían una revisión de la Constitución. Y por revisionista, se decía que Peteco —que era un simple estudiante, no un legislador, y seguramente tendría todos los accesos bloqueados para llegar al Parlamento y proponer sus reformas, aunque reuniera las diez mil firmas que la Carta Magna exigía para un procedimiento de esta índole— fue a parar a Villa Marista, el cuartel general de la Seguridad del Estado, donde lo sometieron, además de a los interrogatorios de rutina, a dos torturas clásicas: el perro sin dientes y la gaveta. En el primer procedimiento, contaban, los heroicos combatientes del MININT azuzaban a un perro de ataque, negro y enorme, y lo echaban a correr a través de un pasillo al final del cual se hallaba el detenido despidiéndose de su vida, sin saber que al animal le habían sacado los dientes para que no dejara marcas; en el segundo, el prisionero era encerrado por tiempo indefinido en una gaveta como las de la morgue.
Ese can y ese cajón —estoy segura— nos han perseguido por el resto de nuestros días a todos los que oímos aquel relato. Los revivo con tanta recurrencia como si Peteco hubiera sido yo. Como mismo me persigue el recuerdo de aquel juicio revolucionario en el cual, sin posibilidad de defensa —porque cuando alguien enfrenta en Cuba un proceso judicial de antemano está condenado—, sentenciaron a cárcel al hermano mayor, al más querido, con el pretexto estúpido de tener unos dólares, que entonces estaban prohibidos y un año después se convirtieron en moneda de curso legal. Aquél era un escarmiento para todos. Y creo —lo he pensado muchas veces y lo afirmo hoy por primera vez— que justo en ese momento terminó para la cultura y la historia cubanas, a fuerza de persecuciones, golpes y exilios rematados por ese acto injusto y falaz, el periodo conocido como Generación de los Ochenta.
Sí, tampoco les creo a Eusebio Leal y Alfredo Guevara, ni a ninguno de los jerarcas de la burguesía revolucionaria. Chupópteros, les llama mi amigo K, al que está dedicado este texto, porque han pasado décadas succionando las ubres del régimen, riéndoles las gracias y las desgracias, comiendo bien, viviendo mejor y mandando a sus hijos al extranjero a “escapar” —o sea, salvarse— de la realidad a la que supuestamente ponderan y defienden.
No les creemos su buena voluntad, como ellos no creen la nuestra. Acostumbrados a vivir en el engaño, la doble moral y el disimulo, volver a confiar será un proceso que requerirá tiempo y voluntad de todas las partes. Tendríamos que dejar, ambas orillas, los viejos papeles —siempre extremos, como buenos cubanos— de víctimas y salvadores, crucificados e iluminados, jodidos y radiantes diría Benedetti, y aprender a respetarnos todos sobre una nueva plataforma de igualdad. Los de afuera tendríamos que acostumbrarnos, por un lado, a dejar de pensar y hablar por ellos, a no considerarlos unos inútiles que no saben ni pueden tomar sus propias decisiones; por el otro, a no ser más los traidores, los gusanos apestados, ni reaccionar como tales cada vez. Porque a veces pareciera que vivimos a la defensiva, esperando a que digan algo bueno de estos últimos cincuenta años para saltarles al cuello como desquiciados.
Todos estamos gravemente enfermos, los de afuera y los de adentro. Cualquier proceso de reconciliación exigirá, como primer paso, la deposición de los odios, las descalificaciones a ultranza y el deseo de venganza. Cosa difícil en los humanos, tan apegados a las energías más nefastas, sobre todo cuando se han sufrido en carne propia despojos y vejámenes.
Durante medio siglo, aquél nos echó a pelear como a perros rabiosos y con dientes. Este panorama de intolerancias sin fin y desconfianzas mutuas es su obra maestra. La nuestra podría ser el reencuentro de todos los cubanos. Suena a utopía, pero así son los grandes retos. Asumirlo o seguirnos despedazando inútilmente será la disyuntiva de los próximos tiempos. A ver si al fin fundamos la patria “con todos y para el bien de todos” que alguna vez, iluso como fue siempre el pobrecito, soñó Martí.