Esta mañana
Patricia Toledo y yo amanecimos queriendo arreglar
el mundo. Todo empezó después de leer los polémicos comentarios de la
escritora nicaragüense Gioconda Belli a propósito de la situación que vive
Venezuela después de las elecciones del domingo pasado y, más específicamente,
alrededor de una cita donde Gramsci describe el descalabro del pensamiento
socialista, en la que me topé de frente con un retrato fiel y al detalle de la
Cuba en la que crecí:
Gramsci hacía la acotación de que cuando se cercena la crítica y el debate y por ende a los intelectuales, la reproducción ideológica de las ideas de izquierda se aborta. entonces la misión de enriquecer el pensamiento es sustituida por loa aparatos de propaganda de los partidos
que lo que hacen es generar consignas y dogmas y posiciones rígidas que se
bajan a las masas como instrumentos de agitación; pero no como herramientas
para ayudar a reflexionar, aprender a analizar la realidad y desarrollar una conciencia
revolucionaria sólida. Los aparatos de propaganda que sustituyeron a los
intelectuales reprimidos en los países del Este, por ejemplo, generaron
sistemas que aparentaban fervor revolucionario, pero que se desmoronaron en
tiempo récord porque no existía solidez en las ideas. Se debía pensar según la
línea oficial por obediencia y presión colectiva so pena de represión o
repudio. Gramsci aseguraba que sin una crítica libre y un debate constante,
ninguna izquierda podía lograr el cambio de conciencia que significa una
verdadera revolución. Al impedirse ese cambio, los pueblos, en la primera
oportunidad que tuvieran de expresarse o recuperar su libertad, regresarían a
la ideología que sí llevaban interiorizada, la anterior a la revolución.
Para ello se
necesitaría librepensadores, dijimos, exigir el acceso de todos a la educación.
Pero hasta el sol de hoy no hay sistema sociopolítico —ninguno— que aplauda a
quien lo revisa. Porque el papel del Estado, como el de la familia —espejos
como son uno de la otra—, no es formar ni consentir a sus posibles enemigos,
sino controlar, disciplinar, hacer entrar
al aro, y si no se consiguiera por vías “pacíficas”, reprimir sin
miramientos. Y sus principales instrumentos para ello no son —como podría
pensarse— el ejército, la policía o las instituciones de justicia y penitencia,
sino nada más y nada menos que la educación, en general, y la escuela, en
específico.
La escuela —que
podría y puede servir para muchas otras cosas— es, por lo general, la gran
represora desde la más tierna edad, desde esa etapa en que las experiencias cognoscitivas
se asientan como aprendizaje de sobrevivencia. En ella, rara vez se enseña a
cuestionar y sí, siempre, a obedecer por mandato o instinto. Su misión es
estandarizar, homogeneizar, meter en
cintura. Y de poco sirve enseñar las letras, las operaciones matemáticas,
la anatomía o la historia vista desde el lado de los triunfadores, si no se
enseña también a desconfiar de todo aprendizaje y a privilegiar la duda como
motor de profundización de los conocimientos. Es decir, si no se fomentan, en
vez de la repetición y la memorización automáticas, el pensamiento intuitivo, investigativo
y creativo y su sistematización, o sea, la estructuración sistemática de ese
pensamiento que permita interrelacionar la teoría con la vida.
Entonces, qué
pedimos realmente cuando insistimos en la educación para todos —sin hacer el
debido énfasis, por ejemplo, en su calidad o su diversidad de enfoques— si es
en la escuela —y en la familia— donde nos enseñan la conveniencia de no disentir
—e incluso de mentir— para evitarnos
problemas; si son ésos los primeros lugares donde se aprende a odiar, a marcar
las diferencias y a aplastar la rebeldía.
Cada vez que alguien levante la cabeza por encima de la media, recibirá un
golpe o una burla; cada vez que piense o se comporte distinto, se le llamará
burgués u homosexual (entre una larga lista de apelativos registrados como
ofensas). Al pensamiento mágico o alternativo se le calificará de oscurantista
y nos enseñarán a huir de él como de la tiña en los ámbitos públicos, aunque en
los privados sea práctica común.
Por eso mejor no
les cuento los metafísicos caminos por los que siguieron nuestras reflexiones
mañaneras. Pero entre ellos se habló de la libertad, ese término engañoso que
es, realmente, la más grande de las consignas y la mayor de las utopías. ¿Qué será
realmente la libertad?, me pregunté mientras me colgaba la bolsa al hombro y
salía rumbo a la oficina.